Él le contestó: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el grande y primer mandamiento. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22: 37- 39).
Seamos honestas, es más fácil hablar de amor que vivirlo. Bueno, creo que el quid de la cuestión es que la definición de amor que tenemos enraizada en nuestros corazones está muy alejada del verdadero amor según la Biblia.
Las chicas solemos soñar despiertas, así que es muy común que desde niñas pensemos en un esposo cariñoso al que podamos prepararle el almuerzo en las madrugadas antes de que salga a trabajar, o en una amiga a quien podamos ayudar a limpiar su casa y eliminar la pila de ropa sucia, mientras está muy ocupada y cansada con su nuevo bebé. Cuando somos madres, nos deleitamos al pensar en preparar la cena para todos y luego recoger los platos y dejar la cocina resplandeciente para que se encuentre en perfecto estado al amanecer.
Espera, volvamos un poco hacia atrás... ¿De verdad se ve así?
Yo creo que lo que imaginamos cuando pensamos en nuestras relaciones ideales con los demás, luce un poco diferente: anhelamos al príncipe azul que nos da flores y nos trata como a verdaderas princesas. Sí, ese que sueñas que ame cocinar (o hacer cualquier otra tarea doméstica que no te gusta mucho realizar a ti). Con las amistades por igual. Nos inclinamos a elegir amigos que nos puedan servir, ya sea porque nuestros intereses son comunes o porque la otra persona nos parece interesante.
En la familia, esperamos que un día nos sorprendan realizando nuestras tareas o demandamos que, al menos, expresen su agradecimiento por lo que hacemos. Sin embargo, mira lo que dice la Biblia:
«No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás. Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús, el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló Él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2:3-8).
Cuando leo que Jesús se despojó de Sí mismo, pienso en el amor tan grande que nos tiene el Señor, que dejó la grandeza de Su trono para venir a la tierra, lavar nuestros pies y cargar nuestras culpas. Hermana, eso debería asombrarnos hasta las lágrimas en agradecimiento, pero también debe confrontarnos y hacernos pensar, ¿De qué necesito despojarme yo? Jesús se despojó de Su gloria. Tú y yo necesitamos renunciar cada día a nosotras mismas. Morir cada día a nuestro pecado. Cargar cada día nuestra cruz.
Al relacionarnos con los demás, recordemos venir con actitud humilde, velando por los intereses de ellos antes que los nuestros. Esto significa nadar a contracorriente y resistirnos a los deseos de nuestros corazones egoístas.
Al iniciar el escrito, leímos los dos mandamientos de los que Jesús dijo que «dependen toda la ley y los profetas» (Mt. 22:40) y la realidad es que, cumplir el primero parece sencillo, pero para el segundo, a veces el prójimo no colabora.
Es fácil amar y servir en reciprocidad al amor que hemos recibido. Pero el verdadero reto viene cuando tenemos que ser intencionales en amar a las personas difíciles como Jesús nos manda. No creas la mentira de que puedes amar a Dios con todo tu corazón, alma y mente, si no eres capaz de amar bien a la persona que tienes al lado. «Porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto» (1 Jn 4:20).
El verdadero amor nace en el Evangelio
Hace aproximadamente dos noches, mientras tenía mi lectura bíblica en Romanos 2, fui muy confrontada. Me di cuenta que, anteriormente, cada vez que estudiaba ese pasaje, pensaba en la necesidad de las demás personas de conocer el evangelio y nunca en mi necesidad de recordar estas verdades todos los días. Es paradójicamente interesante la manera como nos inclinamos a pensar primero en los demás cuando se trata de mejorar algo, pero primero en nosotras cuando se trata de ser servidas.
Como cristianas, tenemos la responsabilidad de predicar a la gente de Jesús por dos razones principales: porque el Señor así nos manda (Mr 16:15), y por amor a ellos (Ef 5:2). Predicarles no debería ser solamente leer una porción de las escrituras, sino mostrar con nuestras vidas la luz de Cristo. Para esto, necesitamos constantemente dejar que el Señor nos transforme y nos renueve. De la misma manera, el evangelio transformará también nuestras relaciones.
Así que, amada, podemos empezar a servir con gozo a los demás, sin esperar respuesta de parte de ellos. Recuerda que el fruto lo da el Señor y no siempre podremos verlo. Si no sientes gozo al servir, entonces sirve más hasta que estés gozosa de hacerlo.
Si eres casada sirve con amor a tu esposo; si eres mamá sirve con amor a tus hijos; si eres soltera sirve con amor a tus padres y hermanos.
Todas sirvamos con amor en la iglesia.
Todas sirvamos con amor en el mundo perdido, y recordemos: No se trata de mí, pero empiezo por mí.
Cambiando yo, perdonando yo, amando yo, para la gloria de Cristo.
Tú y yo necesitamos renunciar cada día a nosotras mismas. Morir cada día a nuestro pecado. Cargar cada día nuestra cruz.
Diseños: Daniela Canaviri
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