Dar a luz: una mirada a la maternidad bíblica
- Diana Ríos

- 29 ago
- 6 Min. de lectura

«El hombre le puso por nombre Eva a su mujer, porque ella era la madre de todos los vivientes» (Gn 3:20).
La maternidad es parte del diseño divino de nuestro Señor. Por lo tanto, es buena. En principio, podríamos pensar en ella como el regalo que Dios le da a la mujer desde el inicio de la creación que le permite albergar niños en su vientre. Sin embargo, el significado de la maternidad es aún más profundo. Se trata más bien de la capacidad que ha sido dada a la mujer para nutrir y ser dadoras de vida, de modo tal que, a la luz de esta concepción, la maternidad no sólo se refiere a tener hijos biológicos, sino también adoptivos y espirituales.
En ese sentido, la maternidad es un acto sacrificial; no sólo se trata de dar vida, sino de criar, enseñar, amar, animar a una persona que ha sido puesta en el vientre, en nuestros brazos, o bien, sólo bajo nuestro cuidado espiritual. Cualquiera que sea el caso, la maternidad nos invita, en el sentido más amplio, a morir a nosotras mismas, y servir a otro con un corazón genuino, dispuesto y entregado, como el de Aquél que murió y se entregó por nosotras (2 Co 5:14-15).
Ahora, cuando hablamos de qué es ser madre, podemos encontrar muchas definiciones, tantas como la cantidad de mujeres que hay en el mundo. Ciertamente, no hay una forma única en cómo luce la maternidad: cada mujer puede vivir la experiencia de ser madre, de manera distinta. Sin embargo, con independencia de como pueda verse, el ejercicio de la maternidad converge en el propósito único bajo el cual fue diseñada por Dios, desde el inicio de los tiempos: darle gloria y alabanza a Él.
Dar a luz. Los hijos del vientre
«Un don del Señor son los hijos, y recompensa es el fruto del vientre» (Sal 127:3).
Algo que resulta evidente e innegable es que el cuerpo de la mujer ha sido diseñado de manera particular y distinta al de un hombre. A la mujer, en principio, se le ha dado la capacidad de gestar vida dentro de ella. Ésta debería ser la primera pauta que nos lleve a pensar que hay un propósito divino detrás de cada mujer: ser portadoras del regalo de formar un nuevo ser humano en este mundo, e instruirlo a caminar y seguir a Cristo.
Si eres madre, te animo a pensar en esto: Dios ha escogido la familia de tu hijo para que sea discipulado y llevado a los pies de Cristo. Dios te ha escogido a ti para transmitirle el mensaje del Evangelio.
La maternidad es un llamado a hacer discípulos de las pequeñas personitas que Dios ha puesto en nuestro vientre.
La maternidad bíblica no tiene que ver con criar niños, y hacerlo de una manera perfecta, cultural o socialmente correcta. Tampoco se trata de dar a luz a un ser humano, con el fin de alcanzar una autorrealización personal. Tener hijos tiene que ver con llevar adelante la gran comisión. Contrario a lo que usualmente puede pensarse, tener hijos no es un obstáculo para ejercer una vida misionera y evangelística, más bien, necesitamos darnos cuenta que son los hijos nuestros primeros discípulos, aquellas personas a quienes, en primer lugar, somos llamadas a compartir el Evangelio y discipular continuamente, señalándoles a Cristo.
En el libro de Deuteronomio, Dios le dice a Su pueblo lo siguiente: «Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón. Las enseñarás diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes» (Deut 6:6-7; énfasis añadido). Esta misma instrucción es la que debe seguirse el día de hoy. Para una madre, su principal y primer ministerio está en casa, con sus hijos, enseñándoles diligentemente el Evangelio, mostrándoles el amor de Dios, guiándoles a modelar a Cristo en sus vidas, y disciplinando en amor.
Como dicen Emily Jensen y Laura Wifler, en su libro Maternidad Redimida: «Una madre está llamada a ser el ejemplo del amor, la instrucción y la disciplina de Dios para sus hijos».
Dar a luz. Los hijos por adopción
«[...] nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo, conforme a la buena intención de Su voluntad» (Ef 1:5; énfasis añadido).
Dios mismo nos adoptó como hijas Suyas porque esa fue Su voluntad para nosotras. Con ese mismo amor que Él nos adoptó a nosotras, también nos permite adoptar, si está en Su voluntad que así sea.
Así como no todas las mujeres serán madres biológicas, tampoco todas tendremos el llamado a ser madres adoptivas. No es una tarea para todas; sin embargo, es un llamado sublime que Dios ha puesto en algunos corazones para cuidar de niños que no tienen un hogar, a fin de que se les pueda brindar el cuidado, el amor, la protección, la guía y la enseñanza adecuada. Al igual que sucede con la maternidad de los hijos biológicos, ser madre por adopción, es un llamado a amar sacrificialmente a aquellas personas que Dios ha puesto bajo el regazo, instruyéndolos con sabiduría en su vivir, discipulandolos en la Palabra de Dios, y apuntándolos a seguir a Cristo.
Algo importante que debemos saber es que ser madre adoptiva no es una segunda opción. No se trata de un plan B, sino de un plan único y hermoso que permite a la mujer ser dadora de vida, desde una perspectiva mucho más amplia que la biológica. Tener hijos por adopción, como ocurre con los nacidos del vientre, es un don de Dios que invita a la mujer a negarse a sí misma y vivir bajo la rendición de Dios con un clamor constante al Señor para que la dote de la capacidad de amar a otra persona de la manera en que Él ama a Su pueblo.
Dar a luz. Los hijos espirituales
Hace poco falleció una mujer que pertenecía a mi congregación. Ella nunca tuvo hijos biológicos ni adoptivos. No obstante, estoy segura que tuvo muchos hijos espirituales porque abrazaba a cada joven que entraba a la iglesia; oraba por cada niño, por cada adolescente, cada madre, cada padre; pasaba tiempos de oración clamando por cada uno de los miembros de la congregación como nadie más lo hacía. Esa linda mujer fue un ejemplo de amor y servicio a Dios y al prójimo, y aunque ni en su vientre ni en su regazo fue colocado un ser humano a quien le pudiera llamar hijo (biológico o por adopción), ella experimentó el dulce significado de una maternidad espiritual al abrazar en amor, en instrucción, en consejo y en disciplina, e invertirse en la vida de otras personas, durante su caminar por esta tierra.
En Tito 2, el apóstol Pablo exhorta y anima a las ancianas a enseñar a los más jóvenes, a instruirlos para que «adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador» (vs. 10).
Mi querida amiga, este llamado es para todas las mujeres, incluso para quien no ha sido llamada a ser madre biológica o adoptiva, instruyendo a la mujer a no vivir para sí misma, sino a invertir en otras personas apuntándoles a Cristo, y con ello, experimentar la hermosa experiencia de ser llamada madre espiritual de aquéllos a quienes Dios ponga bajo nuestro cuidado.
Nuestro valor como mujeres
Amada hermana, como hemos visto, la maternidad no se refiere sólo a tener hijos biológicos, porque puede ser ejercida de diferentes formas de acuerdo con el plan que el Señor tiene para cada una de nosotras. Pero ¿sabes?, más allá de cómo luzca la maternidad en nuestras vidas, algo que tiene que quedar claro es que el valor de una mujer no está en la forma en cómo ésta sea moldeada, sino más bien en que hemos sido creadas por un Dios soberano que nos ha elegido, nos ha adoptado como hijas Suyas, cuando éramos huérfanas. Es ahí donde se encuentra nuestra verdadera identidad, y no debemos olvidarlo.
Dar a luz. Luz para los cautivos
Para finalizar, algo que me gustó entender es que, si bien «Jesús no da a luz bebés, Él saca a la luz a los cautivos. Por medio de Su muerte y resurrección, Cristo ha cumplido a la perfección con todo lo que se espera de nosotras como madres» (Maternidad Redimida).
Esto debe estar en el centro de nuestra maternidad. Nosotras no somos ni seremos perfectas en esta tierra pero Cristo mismo ha cumplido todo aquello que nosotras no podemos, así como también ha cargado con cada pecado que diariamente cometemos. En Su gracia, Él permite que nos acerquemos a Él cuando nuestra paciencia se agota, cuando sentimos que ya nada tiene sentido porque lo que enseñamos parece esfumarse minuto a minuto; nuestros hijos fallan y fallarán; escucharán mil veces nuestros consejos, retos y disciplina, y seguirán cometiendo errores. Y nosotras también fallaremos al corregirlos y disciplinarlos, pero así entenderemos que Dios sigue enseñándonos a pesar de que nosotras caigamos y sigamos pecando. Porque, de la misma manera en que nosotras permanecemos al lado de nuestros hijos, también permanece nuestro Dios, y aún de manera más fiel porque nos ha escogido y con amor eterno nos ha amado (Jer 31:3).
Él es el Padre ejemplar que nos muestra que, en verdad, no podemos ser buenos en hacer lo que nos toca, pero por Su gracia podemos ser madres para darle gloria.
¡Qué gran Padre tenemos en Dios!
Él es quien nos ama como Padre, nos enseña a ser madres y nos da la gracia para caminar la maternidad a Su lado.

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Diseños: Daniela Canaviri






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