Por Karla Martínez
Déjame contarte algo: hace varios años cuando cursaba mi primer semestre en la Facultad de Derecho, tenía una asignatura en la que oí por primera vez acerca de la soberanía del Estado, entendida como el poder político supremo que tenía un Estado, y que debía ser respetado por cualquier agente externo. En palabras más sencillas, que la soberanía era un poder superior que no podía ser obstruido.
Para ser sincera creí que la palabra “soberanía”, únicamente encontraba sentido como parte de mi formación académica; sin embargo, cuando me fue compartido el Evangelio, y escuché por primera vez que una de las características que describían a Dios era, precisamente, ser “soberano”, ahí estaba de nuevo esa palabrita retumbando en mi mente pero esta vez con un eco mucho más profundo, porque hablaba del carácter de Aquél que, por Su Gracia, me había elegido para conocerlo y formar parte de Su familia. Así fue como ese concepto que un día tuvo un significado meramente intelectual, pasó a ser una de las mayores razones que tengo para seguir corriendo con esperanza y fuerza esta carrera de la fe.
Aunque a ciencia cierta no existen palabras humanas para definir por completo a Dios, en tanto que Su plenitud y presencia es infinita e incomprensible para los hombres, a lo largo de la Biblia sí podemos observar ciertos atributos que hablan de Su carácter, uno de ellos es Su soberanía.
Cuando hablamos de que Dios es soberano, nos referimos a que Él es el Rey de Reyes y Señor de Señores sobre toda la creación; significa que sólo a Él pertenecen los cielos de los cielos, la tierra y todo lo que en ella hay (Deuteronomio 10:14); quiere decir que Dios gobierna, Él es el poder supremo sobre todo lo que Él creó.
Así es, la soberanía de Dios apunta nuestra vista a la posición en la cual Él se ubica dentro de toda la creación (dentro de la cual nosotras formamos parte): Él y únicamente Él es quien ejerce el poder supremo dentro de la misma, por la sencilla razón de que en Él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades. Todo fue creado por medio de Él y para Él (Colosenses 1:16).
Hasta aquí todo se lee bonito y, me atrevería a afirmar, que hasta cierto punto poético. El problema surge, en realidad, cuando nos damos cuenta de lo poco que creemos, aceptamos y vivimos conforme esa Verdad en nuestras vidas, y es que sinceramente hablar y/o meditar en la soberanía de Dios no es algo que ocupe los primeros lugares de nuestro corazón. Incluso, en estos tiempos, en la propia iglesia cristiana, en la gran mayoría de ocasiones, predicar acerca de la soberanía de Dios no es de los temas preferidos ¿cierto? Tal vez porque para nuestro entendimiento humano y nuestro pensamiento occidental, pensar en que Dios es soberano “incomoda” a nuestra humanidad, así que tristemente se opta porque la predicación se centre en atributos de Dios más “amables”, por ejemplo, Su Gracia, Su misericordia o Su bondad, dejando bajo la etiqueta de “para otro mejor momento” atributos del Señor (como Su soberanía) igualmente de importantes que los anteriores, y necesarios para poder comprender con mayor conciencia y verdad Su multiforme personalidad.
El problema con que la idea de que Dios es soberano nos cause esa “incomodidad”, radica en nuestro corazón. Es el pecado que mora en nosotros el que nos confronta con la idea de que exista un orden inamovible dentro de la creación en que habitamos, en el que sea el Señor quien ejerce el poder supremo y el gobierno sobre todo lo visible e invisible, y el ser humano una pieza integrante de la misma, sometido a la voluntad eterna e inquebrantable de un Dios soberano.
De esto nos habla Pablo, cuando en Romanos 1:21-22, nos habla cómo fue el envanecimiento en el razonamiento, el necio corazón y el anhelo de querer ser como Dios, lo que llevó al ser humano a caer en pecado y romper la relación sublime que, en un principio, gozaba con Dios.
Al final, podemos entender que nuestro corazón humano no acepta ni tolera la idea de que el mundo no gire en torno a nosotros, de que no tenemos el control de las cosas que suceden ni que nuestros planes no sean los que rijan el día ni la noche, en suma, de que no somos el Autor de la obra sino más bien personajes cuya vida está escrita por aquél. ¡Qué rudo se pudo leer eso mi querida hermana, pero temo recordarle a tu corazón y al mío que esa es la realidad!
¡Oye, pero eso no es una mala noticia! Por el contrario, saber que tenemos a un Dios soberano, lejos de representar una contienda en nuestra mente, una angustia y hasta un temor, debe ser un aliento de vida que nos anime a perseverar. ¿Pero cómo lograr ello? Bueno, tal vez convendría hacer una pausa para preguntarnos a nosotras mismas ¿Cómo es que percibimos la soberanía de Dios? ¿Pensar en que Dios es soberano nos lleva a asimilarlo como un Dios enojado, autoritario, egoísta, impositivo? ¿Un Dios cuyos designios son como los de un dictador o tirano?. Desafortunada y paradójicamente, esa es la idea que el enemigo nos ha hecho creer desde el principio de los tiempos (Génesis 3:1).
Si al menos lo has pensado alguna vez así, querida amiga, es necesario que sepas que en lo absoluto es así. Parece increíble que esa horrenda mentira que un día Satanás hizo creer a Adán y Eva en el huerto del Edén, envuelta en una atractiva verdad, continúe arraigada en los corazones de los seres humanos, generación tras generación; sin embargo, gracias a Cristo es que podemos ver la realidad tal cual es, no con nuestros ojos humanos sino con el Espíritu Santo que habita en nosotras al haberlo recibido como Señor y Salvador.
Con esos ojos espirituales, te animo a pensar en que Dios posee una multiforme dimensión, que impide describirlo a partir de uno solo de sus atributos, sino que necesariamente tenemos que apreciar cada una de las dimensiones que lo conforman para poder apreciar de una manera genuina quién es nuestro Dios, y saber que todas ellas ¡no son excluyentes entre sí!, antes bien, se entrelazan las unas con las otras, se complementan, se confirman, en suma, coexisten conjuntamente en una perfecta sintonía que, probablemente, no lleguemos a comprender con nuestro entendimiento finito, pero que nos asegura lo perfecto, íntegro, bueno y perfecto de Su Nombre.
Desde esa perspectiva, podemos afirmar que si bien el hecho de que Dios sea soberano, significa que Él es el Hacedor, quien ejercer el poder supremo y no haya nadie que se lo impida, que Su voluntad es la que gobierna, que absolutamente todo está bajo su control, y Sus designios son los que rigen todo lo creado y lo invisible, lo cierto es que no podemos perder de vista que ese poder, esa voluntad y esos designios, son buenos, perfectos y agradables, porque esa también es su naturaleza.
Entonces, partiendo de que la soberanía de Dios no se contradice contra Su propio carácter (sí, ese de misericordia, amor y bondad), por el contrario, se complementa, es que podemos encontrar en la afirmación de que “Dios es soberano”, una de las promesas más alentadoras con que podemos contar para perseverar en nuestra fe a lo largo de la vida, porque sabernos hijas de un Dios soberano, nos lleva a la realidad de que el mundo no depende de nosotras, las circunstancias por las que atravesamos no están bajo nuestro control, los anhelos no concedidos no son producto de algo que nos “faltó”, nuestro futuro no depende de qué tanto hagamos o dejemos de hacer, sino que, en realidad, nosotras somos meramente barro en las manos del Alfarero (Isaías 64:8), es Él, ese Dios soberano, el que gobierna, el que decide, el que permite, el que reina, el que señorea.
Ver desde la perspectiva correcta e integral, la soberanía de Dios, nos invita a vivir en esta tierra con una de las mejores verdades con que podamos contar: la confianza de que nuestra vida no es un caos, sino que estamos sostenidas bajo los brazos eternos de Aquél cuya voluntad es siempre buena, agradable y perfecta (Deuteronomio 33:27). De manera tal, que proclamar que tenemos a un Dios soberano, es reconocer con un corazón humilde la posición en que Él se encuentra y en la que nosotros estamos. Sólo Él gobierna y no nosotras. Y eso, amiga amada, está bien.
Es mi oración, querida amiga, que dediquemos un tiempo de manera intencional a meditar en cómo hemos estado percibiendo la idea de que Dios es soberano, en que corramos a Él con un corazón sincero y sencillo a entregarle si hay en nosotras alguna especie de reticencia a reconocerle su señorío en nuestra vida y en el mundo entero, y sobre todo, a que clamemos con fe a Él y le pidamos que nos permita vivir experimentando una verdadera confianza de saber que vivimos sostenidas en el brazo de Aquél que lo creó todo.
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