Por Joselyn Torres
Al crear todo cuanto existe, Dios pensó en ti, en mí, en una comunidad, en Su pueblo, en quienes seríamos llamados Suyos. Podemos verlo al inicio de todo, en Génesis cuando Dios manda al hombre y a la mujer a fructificarse y multiplicarse, esa pareja fue llamada a empezar una comunidad y a vivir en la misma. En los planes, en la mente y en el corazón de Dios siempre estuvo presente la adoración en comunidad, el reconocerlo a Él como el creador de todo, como el autor de la vida. En su mente también estuvo la iglesia, Su iglesia, una familia, un cuerpo en unidad total.
Tristemente, muchas veces vivimos apartadas de aquella comunidad que Dios mismo diseñó para nosotras, nos hemos dejado cegar por el sistema de independencia que en los últimos tiempos ha ido en aumento. Lo cierto es que Dios no nos hizo independientes, individuales, aisladas o apartadas; al contrario, nos hizo parte de un cuerpo y fuimos creadas para amarlo, para relacionarnos con el mismo y crecer en comunidad.
Una comunidad siempre implica relaciones
Habrá momentos buenos y malos. Por lo que es posible que hayamos atravesado por situaciones desafiantes y dolorosas respecto a la iglesia. Además de que quizá en algún punto de nuestra vida nos hemos encontrado en una circunstancia en la que las personas emiten críticas, ofensas y juicios en contra de la iglesia, y tal vez estuvimos tentadas a hacer lo mismo por alguna herida interna sin sanar en nuestro corazón. Pero debemos recordar que nuestro rol como hijas de Dios es no caer ni ceder ante el juego de la crítica destructiva, sino al contrario, debemos cultivar el amor por la iglesia, el cuerpo y la novia de Cristo, por la familia de Dios.
Como cristianas sabemos que el principal mandamiento es amar a Dios con todo lo que somos, pero muchas veces olvidamos u omitimos que Dios también nos ha llamado a amar a nuestro prójimo “Y Jesús le contestó: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el grande y primer mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37-39). Amar no es sencillo, amar es todo un reto y un sacrificio, implica entrega, implica morir a uno mismo, dejarte de verte solo a ti y empezar a ver a alguien más.
Amar tiene una importancia significativa enorme y a veces creemos que estamos amando, pero en realidad no lo estamos haciendo como Dios anhela que lo hagamos. “Amar a otros como a nosotras mismas”, más que algo relacionado quizá con la autoestima, con quererse a una misma, considero que tiene que ver con nuestra relación con Dios, todo tiene que ver con nuestra relación con el Padre y con ser obedientes, y solo podemos obedecer y amar con un corazón correcto, al estar conectadas a la fuente principal de amor: Dios.
Nuestro amor genuino por la iglesia solo puede surgir e ir en aumento en base a la relación que tenemos con nuestro Padre.
No se trata de algo mágico, sino que estamos llamadas a cultivar ese amor por la iglesia. Como cualquier otro proceso especial en nuestra vida, cultivar amor por nuestra iglesia requerirá atención, tiempo de calidad, compromiso, sensiblidad y es en ese proceso en donde vamos conociendo los aciertos y desaciertos de nuestra comunidad, pero vamos aprendiendo a amarla, vamos formando lazos eternos y amándonos más y más unos a otros. “Sobre todo, sean fervientes en su amor los unos por los otros, pues el amor cubre multitud de pecados” (1 Pedro 4:8).
No podemos amar con nuestras fuerzas o a nuestra manera porque somos imperfectas, llenas de debilidades y limitadas, pero gloria a Dios porque Él es la fuente eterna de amor puro y que aun conociendo toda la oscuridad que habitaba en nuestro interior nos amó a tal punto de dar a su único hijo por nuestro rescate. Jesús dio su vida por la iglesia.
Dios sabía que el ser humano no es fácil de amar y sus hijos e hijas tampoco salen de la ecuación, por lo que incluso nos insta a soportarnos unos a otros porque sabe que aun, viviendo en este mundo caído y siendo todavía pecadores siendo santificadas, muchas veces nuestra carne saldrá a relucir en nuestra interacción con otros. Somos débiles y por eso dependemos de Él, de su amor, de su gracia para poder aprender a amar a todos quienes conforman Su iglesia.
Cuando Jesús ora pos sus discípulos, no ora diciendo “Padre que no haya discusiones, que todo sea perfecto”. Jesús oró pidiendo que SEAN UNO, y a partir de ello surge la unidad, la evidencia de Cristo en nuestra vida, el saber que somos amadas y podemos amar.
“Para que todos sean uno. Como Tú, oh Padre, estás en Mí y Yo en Ti, que también ellos estén en Nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste. La gloria que me diste les he dado, para que sean uno, así como Nosotros somos uno: Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfeccionados en unidad, para que el mundo sepa que Tú me enviaste, y que los amaste tal como me has amado a Mí” (Juan 17: 21-23).
Jesús es el mejor ejemplo de cómo amar, es por ello que dijo: “Un mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros; que como Yo los he amado, así también se amen los unos a los otros” (Juan 13:34). La forma en la que Cristo nos amó lo llevo a dar su vida, a morir por nosotras, a darlo todo sin excusas, fue una entrega total aún sin merecerlo, él nos amó primero.
Creo que una de las formas en las que podemos experimentar el amor de Dios para con nosotras es a través de otras personas, y de igual manera cada una de nosotras puede ser un reflejo del amor de Dios en la vida de otras personas. Quizá muchas conocemos a jóvenes, quizá a mujeres de edad más avanzada o hasta menores de edad, quizá cada domingo que asistimos a la congregación o cada que nos conectamos a una reunión, vemos a más hermanas en la fe que son parte de la iglesia, quizá saludamos y compartimos, pero ¿En verdad estamos amando?
“Amadas, si Dios así nos amó, también nosotras debemos amarnos unas a otras” (1 Juan 4:11).
El amor implica entrega, sacrificio, ver por el otro. Aquel amor nos va a guiar a involucrarnos más, a servir, a preocuparnos por nuestras hermanas menores, a dar, a entregar, a perdonar, a levantar a otros, a velar por otros, porque todos nos debemos el uno al otro, porque todos somos parte del cuerpo de Cristo y nos necesitamos mutuamente. Aquel amor nos va a guiar a dejar el egoísmo de lado, a ver y aprender a ser sensibles ante las necesidades de nuestros hermanos y hermanas en la fe y accionar. El amor nos va a llevar a interceder en oración por la iglesia constantemente. Aquel amor nos va a llevar a dar fruto y crecer en comunidad, todos juntos, hombro a hombro, pues lo que nos une es el amor al Autor del amor.
Que Dios nos ayude a cultivar un amor genuino por nuestras iglesias. Vayamos a diario a los pies de Cristo y pidámosle que guie nuestro caminar, que nos dirija, que nos muestre cómo podemos aportar en la edificación de su iglesia. Tenemos que pedirle a Dios que nos llene de su amor para así amar de la manera correcta y no con un amor humano egoísta, sino amar como Cristo amo a su iglesia que lo llevo a dar su propia vida para rescatarla. No nos olvidemos que fuimos creadas para amar y crecer en comunidad. Que el Señor nos haga crecer para así amarnos más y más unos a otros y a todos… (1 Tesalonicenses 3:12).
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