Por Saray Jaimes
Necesidad de un Salvador
«Y el Señor Dios ordenó al hombre: “De todo árbol del huerto podrás comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás”» (Gn 2:16-17). En el momento que Adán y Eva comieron del árbol hubo una muerte espiritual inmediata y, por lo tanto, una separación absoluta de Dios. Sólo que Su misericordia permitió que no murieran físicamente en el instante (Gn 5:5). Pero ¡En definitiva sí morimos!
La vida plena y perfecta, sin problemas, sin escasez o tristezas; sin desolación, pruebas y pérdidas; se fue cuando Adán y Eva pecaron. En consecuencia, ahora el ser humano padecería y tendría que sufrir la ira de Dios por causa de su pecado (Gn 3:15-18; Ro 3:23). La relación perfecta que había con Dios estaba rota y, por ende, todo lo que hicieran en contra de Él sería contado como pecado y su paga sería la muerte. A partir de ese momento toda la humanidad pasó a ser merecedora de las mismas consecuencias y de tener la misma necesidad: de Salvación y limpieza de su pecado (Ef 2:1-7). El ser humano quedó absolutamente inhabilitado para cualquier esfuerzo espiritual. En su corazón solo existiría perdición y sus pensamientos estarían contaminados; por su cuenta no habría ni un esfuerzo por agradar a Dios ¡Estaban completamente muertos espiritualmente!.
Sin embargo, la humanidad fue creada por un Dios perfecto, soberano, omnisciente, omnipotente e incomparable, que también es misericordioso, bondadoso, justo y amoroso. Por lo cual, en Su perfecto amor y misericordia a Sus hijos, ya había ideado un plan que pagara la deuda impagable que se le debía y, con firmeza y poder, nos otorgó un Salvador (Fil 2:5-11) que cargara todo el pecado del mundo sobre sí. Sin merecerlo sería llevado como cordero al matadero (Is 53:7) y padecería todo lo que la humanidad merecía (Ro 5:8). En amor y misericordia pagaría la deuda y Su representación sería mucho más grande de lo que fue la de Adán como representante de la humanidad:
«Por tanto, tal como el pecado entró en el mundo por medio de un hombre, y por medio del pecado la muerte, así también la muerte se extendió a todos los hombres, porque todos pecaron […] Pero no sucede con la dádiva como con la transgresión. Porque si por la transgresión de uno murieron los muchos, mucho más, la gracia de Dios y el don por la gracia de un Hombre, Jesucristo, abundaron para los muchos. Tampoco sucede con el don como con lo que vino por medio de aquel que pecó; porque ciertamente el juicio surgió a causa de una transgresión, resultando en condenación; pero la dádiva surgió a causa de muchas transgresiones resultando en justificación. Porque si por la transgresión de un hombre, por este reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por medio de un Hombre, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia» (Ro 5:12, 15-17).
Así pues, la historia de la humanidad comenzó en perdición, depravación, injurias, blasfemias, ídolos y todo tipo de pecado que ofendía el Nombre de Dios. No obstante, no todos se perdieron en su depravada naturaleza, sino que aquellos escogidos por Dios empezaron a vivir el nuevo plan de salvación para sus vidas y, con fe, procuraron cumplir con cada mandato de Dios que los llevaba a la espera del verdadero Salvador.
En espera del Salvador
Durante más de 2000 años los judíos esperaron a un Salvador. Pese a sus sacrificios para reivindicar sus vidas y limpiarse de pecado, ellos sabían que eso no era suficiente para presentarse dignos delante de Dios, pues sólo un sacrificio verdadero podría salvarlos y limpiarlos de todo ese pecado. Ese sacrificio fue el de Cristo: «¡Regocíjate sobremanera, hija de Sión! ¡Da voces de júbilo, hija de Jerusalén! Tu Rey viene a ti, Justo y dotado de salvación, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de asna» (Za 9:9). En Mateo 11:1-11 se trae a la memoria esta profecía que estaba siendo cumplida en ese momento por medio de Cristo.
El libro de Levítico nos presenta 5 tipos principales de sacrificios u ofrendas que impartía el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, por agradecimiento, adoración o perdón de sus pecados. Estos sacrificios y ofrendas cumplían un propósito en específico, y se hacían de manera voluntaria u obligatoria. Las ofrendas voluntarias eran: 1) La ofrenda del holocausto: para pagar los pecados en general (Lv 1); 2) La ofrenda de cereal: para mostrar honor y respeto a Dios en la adoración (Lv 2); 3) La ofrenda de la paz: para expresar gratitud a Dios (Lv 3). Entre las ofrendas obligatorias encontramos: 4) La ofrenda por el pecado: para expiar su pecado y compensar a las partes afectadas (Lv 4) y 5) La ofrenda expiatoria: para pagar pecados contra Dios y contra otros (Lv 5).
Todos estos sacrificios apuntaban hacia el perfecto y definitivo sacrificio de Cristo. Ellos fueron solo una «[…] sombra de lo que ha de venir, pero el cuerpo pertenece a Cristo» (Col 2:17). La muerte de Cristo fue el iceberg que rompió aquel velo (Mt 27:51) donde el Sumo Sacerdote entraba para expiar los pecados de otros, lo cual ya no fue necesario luego que Cristo cumplió con un sacrificio completo y decisivo. «Entonces, hermanos, puesto que tenemos confianza para entrar al Lugar Santísimo por la sangre de Jesús, por un camino nuevo y vivo que Él inauguró para nosotros por medio del velo, es decir, Su carne, y puesto que tenemos un gran Sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, teniendo nuestro corazón purificado de mala conciencia y nuestro cuerpo lavado con agua pura» (He 10:19-22).
El cumplimiento de un plan eterno
Para Dios nada fue desconocido ni improvisado en Su creación, todo fue planeado y ejecutado conforme a Su perfecto plan: «Porque Él estaba preparado desde antes de la fundación del mundo, pero se ha manifestado en estos últimos tiempos por amor a ustedes» (1 Pe 1:20). Su plan para salvar a Sus hijos estuvo desde la eternidad pasada y para la eternidad futura. En Su omnisciencia sabía que, por sus propios méritos, ningún hijo Suyo podría salvarse ni mucho menos querer hacer cosas que lo exaltaran a Él, así que hizo y planeó todo por amor a Sus hijos y por la gloria de Su Nombre.
Por eso, al llegar los días de la Semana Santa sólo puedo pensar en Efesios 3:11 que nos revela que todo esto sucedió «conforme al propósito eterno que llevó a cabo [Dios] en Cristo Jesús nuestro Señor». Sin merecer nada Él nos lo dio todo. Durante más de un milenio proveyó la esperanza de que vendría un Salvador, y aun así, lo rechazaron (Is 53; Mt 27:15-56). Pero nada pudo nunca obstruir Sus planes, nada lo hizo cambiar de parecer, nada lo hizo dudar, ni mucho menos arrepentirse de Sus palabras ¡Simplemente todo obró conforme a la excelencia de Su plan!
Aquel misterio que «había estado oculto desde los siglos y generaciones ahora era manifestado a sus santos» (Co 1:26). El Antiguo Testamento predijo la venida del Mesías, pero no reveló que ese Mesías viviría de forma literal en la vida de Su Iglesia. Pero ahora Sus escogidos disfrutan de las riquezas insuperables de la presencia de Cristo en su interior.
«Por tanto, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, prisionero Suyo, sino participa conmigo en las aflicciones por el evangelio, según el poder de Dios. Él nos ha salvado y nos ha llamado con un llamamiento santo, no según nuestras obras, sino según Su propósito y según la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús desde la eternidad, y que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien puso fin a la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio» (2 Ti 1:8-10).
Queridas hermanas en Cristo, hoy vivimos gracias a ese plan intachable que Dios trazó desde la eternidad. Hoy gozamos de tener el privilegio de estar en la presencia de Dios. Cuando todo estaba perdido, cuando ya no había esperanza de volver a estar en Su presencia, nos regaló a Cristo y Su obra nos dio una esperanza que jamás será quitada. Así que, ¿Cómo no dar testimonio de eso? ¿Cómo no demostrar en nuestra vida y por la eternidad lo agradecidas que estamos de nuestro Salvador? No es la Semana Santa la única fecha para recordar la obra perfecta de Cristo. Es hasta la eternidad, y a través de nuestra vida y acciones, que debemos proclamar y demostrar ese regalo de Salvación.
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