En la siguiente historia veremos cómo Jesús mostró, a plena luz del día, que había traído salvación y perdón al corazón de una mujer que vivía oculta y en pleno dolor. Aquello que ella quería hacer en silencio y sin ser descubierta, Cristo lo hizo delante de todos y mostró así la libertad que era capaz de traer a su vida.
Leamos juntas Marcos 5:25-30,33-34: «Había una mujer que padecía de flujo de sangre por doce años. Había sufrido mucho a manos de muchos médicos, y había gastado todo lo que tenía sin provecho alguno, sino que al contrario, había empeorado. Cuando ella oyó hablar de Jesús, se llegó a Él por detrás entre la multitud y tocó Su manto. Porque decía : “Si tan solo toco Sus ropas, sanaré”. Al instante la fuente de su sangre se secó, y sintió en su cuerpo que estaba curada de su aflicción. Enseguida Jesús, dándose cuenta de que había salido poder de Él, volviéndose entre la gente, dijo: “¿Quién ha tocado Mi ropa?”. [...] Entonces la mujer, temerosa y temblando, dándose cuenta de lo que le había sucedido, vino y se postró delante de Él y le dijo toda la verdad. “Hija, tu fe te ha sanado”, le dijo Jesús; “vete en paz y queda sana de tu aflicción”» (énfasis añadido).
¿Te resulta conocida esta historia? Tal vez la hayas escuchado mil veces ya. O quizá es la primera vez que la lees. Lo cierto es que, sea como sea, hoy quisiera contarte mi propia historia a la luz de esta vida transformada por el poder de Cristo.
Una historia de cuidado
Hace muchos años, cuando leí esta historia por primera vez, me sentí completamente identificada. Vi y sentí la aflicción de esta mujer como propia. Si bien yo no padecí esa misma dolencia o aflicción, en mi niñez, durante 7 años, sufrí abuso sexual, lo cual me mantuvo en sufrimiento y silencio, por varios años.
No fue fácil identificarlo como tal. De hecho, si lo has vivido o si conoces casos similares, muchas veces los recuerdos quedan como olvidados o anestesiados por unos años.
Esta mujer no había olvidado su situación. Lo que ella sufría era algo físico y completamente visible para aquellos que compartían tiempo con ella o la cruzaban por el camino. Incluso, en ese tiempo, una afección de este tipo, incluía destierro, abandono y el hecho ser desheredada de su familia porque la persona era vista como «impura» para el pueblo judío (Lv 15:25-27). Todo esto generaba traumas y cambios significativos en su forma de actuar, de vestirse, de comportarse. Seguramente había mucho temor de ser vista, mucha vergüenza y mucho dolor. Esto era algo que no podía taparse, era claro a la vista de todos.
Un recuerdo bien guardado
Mi caso, o el de muchas que hayan padecido una situación de abuso, puede no ser tan visible como la vivencia de esta mujer. Muchas veces, las dolencias psicológicas o traumas psicológicos, no son tan visibles. Incluso, probablemente son ocultos por la propia mente. La ciencia llama a esto «mecanismo de defensa» y podemos conocerlo mediante la «amnesia disociativa», síntoma que está asociado al Trastorno de Estrés Postraumático (catalogado así por el DSM - Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales).
Nuestra mente tiene la capacidad de defenderse de ciertas situaciones traumáticas o muy dolorosas, suprimiéndolas o borrándolas por un tiempo. Lo cual no significa que no genere dolor interno o que altere la calidad de vida (como le pasaba a esta mujer y como me pasó a mí por muchos años). Pero, por cierto tiempo, y de manera inconsciente, el dolor parece ser menor o más suave.
El cerebro es sumamente inteligente y perfecto. Y Dios, en Su sabiduría, ha permitido que ciertas áreas reduzcan su actividad en estos casos, para permitir el cuidado de la persona.
Un recuerdo a la luz
Ahora bien. ¿Esto queda para siempre así? Claro que no. En determinados momentos, surgen, lo que podemos llamar, «flashback» que traen a nuestra memoria aquello que parecía sepultado. Estos recuerdos pueden volver por medio de imágenes, olores, ciertas vivencias, situaciones, conversaciones, etc.
¿Puedes imaginar algo así? De repente, de lo bien que estás, un tsunami de recuerdos (o a cuentagotas) invaden tu mente, y no sabes qué está pasando ni qué hacer con eso que ahora ha venido a «molestarte».
Te aseguro que no es para nada fácil. Mis recuerdos vinieron aproximadamente a mis 15 años. Yo tenía una relación bastante buena con mi padre hasta ese momento, pero los recuerdos que llegaron a mi mente impidieron que eso pudiera seguir siendo así. Comencé a rebelarme; no deseaba obedecerle ni tampoco le daba valor a lo que me habían enseñado todos esos años. Comencé a sentirme muy sola, sucia, con mucho dolor, vergüenza y rabia. No sabía a quién recurrir para poder hablarlo. No quería decírselo a nadie porque pensaba que nadie me creería (es que ni yo misma podía creer todo lo que estaba recordando). Estuve algún tiempo sin poder hacerlo (tal vez por todo lo que sentía) y mi cuerpo mostraba ese dolor. Usaba ropas grandes e incluso varoniles. Me costaba mucho relacionarme con otras mujeres porque no sabía cómo hacerlo. Y, si bien nunca dudé de mi sexualidad, sí me parecía más fácil identificarme con el sexo masculino; intentaba agradarles y tener amistad con ellos. Todo lo que hacía, con quien fuera, era buscando aprobación y amor. Todos estos recuerdos que se agolparon en mi mente, me impedían ver que el Dios que había conocido de pequeña seguía amándome y estaba esperando a que fuera a Sus brazos, a pedir Su ayuda (He 4:16).
Cuando comencé a contar lo que había sucedido, la realidad es que me costó mucho encontrar personas que supieran cómo ayudarme verdaderamente. No las juzgo porque no es un tema fácil de tratar, así como también entiendo que, por más que no nos guste admitirlo, sigue siendo un tema «tabú». Por lo que, al igual que la mujer del flujo de sangre, quien pasó por muchos médicos, yo pasé por psicólogos, consejeros cristianos, amigos. Pero no fue fácil encontrar ayuda idónea.
Una luz en medio del recuerdo
Sin embargo, todo esto me permitió ver a Cristo en el centro de mi vida, incluso, de mi dolor. En el único momento en el que podía hallar verdadera paz, era cuando me encontraba sola, en quietud y descanso, junto a los brazos de mi Señor.
De hecho, hubo varios pasajes, que por muchos años, me sostuvieron. Te comparto algunos:
«Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado» (Is 26:3 RVR1960).
«Vengan a Mí, todos los que están cansados y cargados, y Yo los haré descansar» (Mt 11:28).
«En paz me acostaré y así también dormiré, Porque solo Tú, Señor , me haces vivir seguro» (Sal 4:8).
Todo eso: paz, descanso y seguridad, era exactamente lo que estaba buscando y necesitando. Y tal como la Palabra de Dios dice: «pidan y se les dará» (Mt 7:7), así Dios estaba cumpliendo Sus promesas, siendo el Único que podía darme paz y libertad. Cristo me llevó a libertad en el mismo momento que me escogió y me salvó con Su sangre. Pero la obra sigue siendo completada y perfeccionada en nosotros, Sus hijos (Fil 1:6). Aunque a veces el proceso puede parecer largo y lento, Él continúa Su obra de santificación.
No te voy a mentir. No fue fácil. A causa de mi naturaleza caída, tomé malas decisiones que resultaron ser fruto de mi inseguridad, mi temor y mi falta de fe en medio del dolor. También pasé muchas aflicciones, culpa de los recuerdos dolorosos que acarreaba en mi mente y corazón. Sin embargo, pude verme como en un espejo cuando leí la historia de la mujer del flujo de sangre. Ella estaba padeciendo hacía mucho tiempo, pero sabía que Jesús podía salvarla y sacar todo su mal. Tuvo fe. Confió en que, apenas con acercarse y tocar Su manto, Él haría la obra en su vida.
Eso mismo hice yo. Cristo me estaba llamando, me estaba mostrando Su amor y, cuando entendí que Él me amaba con un amor eterno (Jer 31:3) e inagotable, me acerqué y supliqué por salvación. Así como a la mujer del flujo de sangre le fueron abiertos los ojos, tuvo fe y buscó a Jesús para sanar su aflicción, yo confié en que Él era el único que podía rescatarme de todos esos recuerdos oscuros, de toda mi inseguridad, de todo ese temor que me acechaba al acercarme a otras personas; confié en que Él transformaría mi presente y usaría mi pasado para ser de bendición a otras mujeres que hubiesen padecido lo mismo. Confié en que Él me había hecho mujer con un propósito perfecto y que yo podía mostrar mi feminidad a pleno, cumpliendo el plan que Él tenía para mi vida (casarme, tener hijos y disfrutar de la sexualidad dentro del matrimonio).
Vete en paz
«Entonces la mujer, temerosa y temblando, dándose cuenta de lo que le había sucedido, vino y se postró delante de Él y le dijo toda la verdad. “Hija, tu fe te ha sanado”, le dijo Jesús; “vete en paz y queda sana de tu aflicción”» (Mr 5:33-34 énfasis añadido).
¿Sabes qué es lo más asombroso de todo esto? Que Jesús no sólo sanó su enfermedad y dolor físico sino que la salvó de sus pecados porque Él es quien tiene el poder para hacerlo. En mi caso, Cristo no sólo sanó mi dolencia psicológica, sino que Él hizo algo mucho mayor. Él tuvo misericordia y perdonó mis pecados, me salvó de la oscuridad más tenebrosa que es aquella que trae la muerte eterna.
Así me acerqué, temerosa y temblando.
Así me postré ante Él y le conté todo mi sufrir.
Y eso mismo me dijo Jesús: «queda sana de tu aflicción».
Hoy mismo el Señor quiere sanar tu aflicción y darte paz.
Cuenta con Él. Cuenta con Su poder para sanar.
El proceso puede ser lento y confuso. Pero busca Sus brazos y refúgiate en Su amor.
Confía en Cristo. Pídele que aumente tu fe, y descansa en que Él puede transformar tu corazón. Él es el Único que tiene poder para hacerte nueva criatura y que las cosas viejas dejen de ser (1 Co 5:17). A Dios le interesa tu integridad y que vivas en Su libertad, por eso mandó a Su Hijo Jesucristo para redimirte. Eres libre del pecado, de vivir en esclavitud o siendo condenada. Todo fue pagado por un precio (Ro 6:22-23) y no hay nada que hagas o dejes de hacer que pueda cambiar eso ni alejarte del amor que Dios tiene para ti (Ro 8 1:8).
Jesús quiere traer libertad a nuestras vidas. Él murió y resucitó para redimirnos y romper toda oscuridad y tiniebla de nuestra vida (Col 1:13-14). Por lo tanto, así como Pablo oraba, podemos pedirle a Dios que nos sean iluminados los ojos de nuestros corazones y entendamos a la esperanza que Él nos ha llamado por medio del poder que obró en Cristo al ser resucitado de los muertos (Ef 1:18-21).
Diseños: Frida García
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