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¿Qué lugar y qué función tiene la Biblia en mi vida?


No necesitamos ser expertas en el mundo naviero, para saber que un ancla es una herramienta que se utiliza comúnmente en las embarcaciones, y su finalidad es la de mantener a los barcos en una posición fija, a fin de que éstos mantengan estabilidad y no sean arrastrados por la corriente.


Tal como sucede con el mar, cuya superficie siempre está en constante movimiento, ocasionando que los objetos que están sobre él sean fácilmente movidos de un lado a otro; en un sentido figurado, en el mundo en que vivimos, es difícil mantenerse arraigado y enfocado sobre un punto determinado, pues la gran mayoría del tiempo, los seres humanos estamos expuestos a un sinfín de corrientes ideológicas y prototipos, que nos presentan distintas formas de vivir, que vuelven todo un reto el caminar en esta tierra, sin ser arrastrados de una dirección a otra.


Como creyentes del evangelio, vivir en un mundo en el que el pecado está presente, y nos distrae con gran facilidad es un desafío constante, ya que existe el riesgo de no saber cómo vivir nuestro cristianismo de una manera fiel y verdadera. Sin embargo, así como sucede con los barcos en el mar, nosotras también tenemos un «ancla» que nos ayuda a mantener inamovible nuestra fe y a no ser seducidas durante nuestro paso por la tierra: ¡La Biblia!


Me gustaría aclarar que hoy estas líneas no están dirigidas para quien no se considera cristiana, sino para la mujer creyente, aquella que ha escuchado el evangelio y ha profesado creerlo, reconocido su condición de pecadora y recibido a Cristo como Su Señor y Salvador.


Para aquellas que formamos parte de este segundo grupo (por pura Gracia), surge la siguiente pregunta: ¿Qué lugar y qué función tiene la Biblia en nuestra vida?


Déjame contarte un par de conversaciones casuales que he presenciado en los últimos meses, con algunas mujeres creyentes, en distintos contextos, y que, sin imaginarlo, fueron la motivación para escribir esta historia.


Un día hablando con una mujer creyente desde hace varios años, acerca del don de lenguas, me compartió con gran asombro que, en la iglesia local a la que asistía, la mayoría de los miembros tenían ese don, y que incluso, la congregación impartía un curso en el cual se instruía a los asistentes para que pudieran desarrollarlo, pues para esa iglesia era importante que sus congregantes hablaran en lenguas, ya que ello evidenciaba el poder del Espíritu Santo en sus vidas. Con cierto dejo de nostalgia me dijo que, por cuestiones de tiempo, nunca pudo asistir al mismo y por esa razón, no había podido seguir «creciendo espiritualmente».


Recuerdo que, al oír esa historia, no pude evitar hablar de lo que Pablo dice en la Biblia, en 1 Corintios 14, acerca de la naturaleza del don de lenguas, y de su finalidad de edificación a la iglesia, y, sobre todo, acerca de cómo éste no se trataba de la única manifestación del Espíritu Santo en nuestras vidas, ni tampoco de un regalo superior frente a otros dones espirituales, en la vida del creyente. Al oír esas palabras, su mirada se tornó desconcertada e incrédula, y con cierta apatía, cerró la conversación diciendo que no conocía esa parte de la Biblia, y que independientemente de ello, «para ella» sí era relevante contar con ese don espiritual.


En otra ocasión, en una reunión de amigas, una de ellas preguntó acerca de cómo elegir la iglesia local a la que debía asistir, pues estaba en la búsqueda de una nueva familia de fe. Ante la pregunta, surgió la respuesta de que una enseñanza fiel del texto bíblico debería ser la directriz principal para tomar esa decisión. Ella se sinceró diciéndonos que, en realidad, se sentía más “cómoda” en una iglesia cuyo mensaje más que exponer la Palabra, fuera dinámico y la motivara en el día a día.


Por último, hace un par de semanas escuchaba a una mujer que está batallando con su fe, preguntándose si realmente existía una Verdad absoluta, y cómo saberlo.


Tal vez para ti estas historias parezcan absurdas o lejanas, o tal vez, te resulten familiares, lo cierto es que son reales, y ¿sabes? Hace unos días me percaté de que esos relatos convergían en un punto común: una distancia latente entre lo que llamamos nuestra fe y la Biblia.


Resulta duro darnos cuenta de que, dentro de la iglesia cristiana, estamos viviendo una época, en la que hemos ido menospreciando (consciente o inconscientemente) el valor que tiene la Biblia en nuestro vivir, al perder de vista que las Escrituras son el único elemento material con el que contamos para mantener cimentada y edificada nuestra fe, y que ésta no sea semejante a las olas del mar que son impulsadas por el viento y echadas de una parte a otra (Santiago 1:6).


Necesitamos recordar que ese libro llamado Biblia, que nos acompaña cada domingo a nuestra iglesia local, y que somos llamadas a leer, meditar, estudiar y memorizar, es mucho más que un compendio de páginas que «debemos» leer si nos llamamos «cristianas»; la Biblia es la única expresión material, fiel y verdadera, de quién es Dios, cómo es Su carácter, cuáles son Sus pensamientos, cuáles son Sus planes para la humanidad, y en última instancia, cuál es el origen, sentido y fin de la vida en toda la amplitud de su significado.


Entonces, válidamente podemos afirmar que la Biblia es la revelación más hermosa y profunda que el creyente puede tener, pues cada expresión, cada historia y cada uno de sus libros, nos apuntan a Aquél que lo creó todo, y nos muestran quién es Él y quienes somos nosotros. ¿No te parece maravilloso?


El problema radica en que esto no nos es enseñado al inicio de nuestra conversión a Cristo, o en el caso de sí serlo, lo vamos olvidando con el transcurso del tiempo, dejando que la religiosidad se apodere de nosotras llegando a concebir a las Escrituras como una parte solamente del «terreno espiritual» de nuestro vivir (como si realmente fuera posible que éste pudiera separarse de nuestra parte física y emocional), el cual visitamos de manera intermitente, dependiendo de la temporada en la que nos encontremos y de la «necesidad» que tengamos.


Lamentablemente, así es como terminamos subestimando el valor supremo que tiene la Palabra en nuestra existencia, y nos perdemos la oportunidad de conocer verdaderamente a ese Dios a quien decimos amar, creer y confiar; de filtrar si lo que nos es enseñado en nuestras congregaciones es fiel a las enseñanzas que Dios nos ha dejado para experimentar la vida cristiana; de adquirir sabiduría al momento de tomar decisiones; e, incluso, de encontrar ayuda oportuna y fiel, en aquellos momentos en que estamos batallando con nuestra propia fe.


Querida amiga, te animo a que hagamos una pausa en cómo estamos viviendo nuestro cristianismo, y seamos confrontadas de manera real, preguntándonos con toda sinceridad ¿Está siendo la Biblia el ancla que empleamos constantemente en nuestra vida de fe? ¿Estamos conscientes de que la Biblia es la revelación misma de Dios para nosotras como Sus hijas? ¿Estamos aprendiendo a amar y a atesorar lo que Dios nos habla en Su Palabra?


Hoy más que nunca es urgente que nos detengamos a meditar en ello, y le pidamos con fe a Dios que, a través de Su Espíritu Santo, nos ayude a darnos cuenta de que, en medio de este mundo que arrulla y distrae a todo aquel que en él camina, la Biblia es la única ancla segura que tenemos para no ser arrastradas por lo que nuestra razón humana nos informe, nuestras emociones nos dicten, o las voces de otros nos digan, sino dirigidas únicamente por una fe fortalecida, afirmada, robusta y aumentada, que nos permita correr esta carrera con el enfoque correcto que nos lleve a la meta esperada.


Así que, mi amada hermana, el propósito de estas líneas es invitarte a que oremos juntas, con un corazón sincero, para que el Señor siembre y cultive en nosotras una convicción verdadera acerca de la importancia de la Biblia en nuestra vida, como la única fuente de luz que nos dará entendimiento y alumbrará nuestro camino; el deseo ardiente de ser expuestas constantemente a su contenido; así como el amor y gozo de deleitarnos y permanecer una y otra vez en cada una de sus páginas (Sal 119:105,127, 128 y 130).


¿Me acompañas a orar por esto?



Diseños: Neisha Matos

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