En un mundo lleno de mentiras y libertinaje es necesario hablar verdad.
Hoy quiero compartir contigo uno de los temas más atacados y hasta considerado innecesario, pasado de moda y aberrante. La gran institución que Dios diseñó: el matrimonio, y sobre el cual Dios tiene mucho que decir. Porque éste es el fundamento básico de la sociedad y de la iglesia, y una muestra de Él mismo, pues, «todo lo que Él hace revela su gloria y majestad» (Sal 111:3 NTV).
En la creación del Señor hay un rol específico para el esposo y para la esposa y, si eres curiosa, querrás saber a qué nos referimos con la palabra rol. «El rol de una persona se define, en cualquier situación, por medio de un conjunto de expectativas para su conducta, sostenidas por otros y por la persona misma. Es, pues, un conjunto de pautas de comportamiento, organizadas en torno a una función social» (Diccionario Biblia Todo).
Antes de continuar, quiero decirte que, delante del Padre, el hombre y la mujer tenemos el mismo valor, ya que ambos fuimos creados a Su imagen y semejanza. «Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1:27). Es decir, somos iguales en valor y dignidad pero con diferentes responsabilidades y funciones.
Como seres humanos, ambos somos responsables de nuestras decisiones y consecuencias. Y, como creyentes, tenemos la misma identidad: ser llamados hijos de Dios (Jn 1:12).
Ahora bien, como matrimonio, somos compañeros, un par de pecadores con un mismo fin, pues todos somos uno en Cristo. «No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús» (Gá 3:28). Entonces, ¿cuál es el rol que le corresponde a cada uno?
El rol del esposo
Todo varón necesita creer y vislumbrar que la mayor responsabilidad que le ha sido dada es ser representante de Jesús aquí en la tierra: «el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto del Edén para que lo cultivara y lo cuidara» (Gn 2:15). Aquí leemos cómo Adán es creado con un propósito claro y una labor específica.
Cultivar y cuidar son dos acciones con un mismo fin: representar el amor y cuidado de Dios a todos los que están a Su cargo y alrededor. Esto se equipara a Su perfecta relación con la iglesia, el Señor como el esposo y la iglesia como la esposa. «Maridos, amen a sus mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se dio Él mismo por ella» (Ef 5:25).
Nota que Pablo exhorta a los maridos a amar a sus mujeres. No les dice: gobierna, esclaviza, maltrata a tu esposa o reclama su sujeción. ¡No! El mandato es a «amar». Sabemos que el amor es una decisión que se lleva a cabo día a día y que no es posible efectuarlo por nosotros mismos, sino que necesitamos acudir a la fuente del mismo, que es nuestro Señor. Él nos ha dado y mostrado Su amor para que lo recibamos y demos a otros (1 Jn 4:19-21).
Es en la intimidad con Dios que el hombre va a aprender a amar y, para ello, es necesario reconocer que no sabe, que no puede y que necesita ser instruido. El proceso es sencillo, pero el reconocimiento es complejo y doloroso a la carne.
Dios, en Su infinita misericordia, provee al hombre lo necesario para poder amar. De hecho, cuando Jesús dejó la tierra nos prometió enviar a Su Espíritu: «pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en Mi nombre, Él les enseñará todas las cosas, y les recordará todo lo que les he dicho» (Jn 14:26).
Solo un hombre lleno y guiado por el Espíritu podrá hacer lo necesario (proveer, cuidar, amar, perdonar y ocuparse de las necesidades espirituales, físicas y materiales) para amar a su esposa como es debido. Cristo ha sido nuestro mayor ejemplo y quien nos fortalece para lograrlo.
El rol de la esposa
Cuando Dios creó a la mujer y pensó en nosotras como mujeres, nos definió como ayuda idónea: «Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él» (Gn 2:18 RVR1960). «Ayuda idónea» apunta a quiénes somos, es decir, para lo que fuimos diseñadas, nuestra esencia. Es, incluso, una característica de nuestro Padre, quien nos brinda la dignidad y potestad de ser llamadas como Él: ayudadoras.
A la vez, también hemos sido llamadas y exhortadas a estar sujetas a nuestros maridos. «Asimismo ustedes, mujeres, estén sujetas a sus maridos» (1P 3:1a). Concreto y conciso, «estén sujetas». En el matrimonio la sujeción es una decisión voluntaria que llevamos a cabo entendiendo que es a Dios para quién y por qué lo hacemos, «entonces, ya sea que coman, que beban, o que hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios» (1 Co 10:31).
Por supuesto, para esto, necesitamos reconocer a Dios como nuestro Hacedor, así como a Jesús, por nuestro Señor, modelo y ejemplo en todo. Solo así, en humildad, y en las manos de Cristo, podremos llevar a cabo esta encomienda y vivir con gozo y plenitud Su perfecta voluntad.
No somos «más, o menos» mujer si permitimos que nos cuiden, guíen y provean, así como también si nosotras respetamos, reconocemos y honramos a nuestro esposo.
Más bien, necesitamos ser mujeres que crean Su verdad, lo que ha dejado para nosotras en Su palabra y podamos acercarnos confiadamente al trono de Su gracia (He 4:16) cada día para disfrutar de conocerlo a Él a medida que leemos lo que dejó escrito para nosotras.
Hermana, en el matrimonio, y en todo, nuestro fundamento debe ser Cristo.
Cristo es la roca «y todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de una roca espiritual que los seguía. La roca era Cristo» (1 Co 10:4). Y sin Él, el matrimonio y nuestras vidas no tienen sentido ni razón de ser.
El matrimonio no es una guerra de sexos ni una lucha de poder, sino un llamado a cumplir el glorioso diseño de Dios juntos. Es una bendición, la unión de dos seres humanos diferentes pero con un mismo propósito, ejercitándose día a día para ser como nuestro Señor. Ambos con una misma meta, corriendo la misma carrera y entendidos en que no se tratará de ellos sino de Dios y que la «felicidad» no es el fin, sino el darle la gloria a Él al obedecer y rendirnos a nuestro buen Padre Celestial.
«Y si alguien puede prevalecer contra el que está solo, dos lo resistirán. Un cordel de tres hilos no se rompe fácilmente» (Ec 4:12).
¡Siempre estamos a una decisión!
Diseños: Gabriela Rodríguez
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