Seguro has escuchado alguna de las siguientes frases a lo largo de tu vida: «Trabaja duro, que recibirás tu recompensa», «la vida está cada día más difícil, los jóvenes de ahora deben esforzarse más» y muchas otras que realmente te animan a hacer algo bueno: estudiar, prepararte y hacer todo con excelencia.
Soy una persona orientada a resultados. Si decido hacer algo me exijo mucho para hacerlo bien. También necesito estar muy ocupada, me hace sentir útil y, muy dentro de mi corazón pienso que mientras más y mejores cosas haga, mayor será mi valor.
Sin darnos cuenta, podemos ahogarnos en una lista de tareas o propósitos y esforzarnos por conseguirlos.
Como hijas de Dios, cuando hacemos las cosas con excelencia el nombre del Señor es glorificado: Si ahora estás estudiando, es la voluntad de Dios que te esfuerces en tener un buen rendimiento. Si eres empleada, glorifica a Dios cumpliendo con tus deberes con ética y profesionalismo. Si eres madre o esposa, exalta el nombre del señor en las cosas que te pueden parecer cotidianas y carentes de reconocimiento. En todo esto, amada hermana, el Señor se alegra y es exaltado. Sin embargo, si, como yo, tú también has sido Marta «“afanada y turbada con muchas cosas”» necesitamos redirigir nuestro enfoque a la «“buena parte, que nunca nos será quitada”» (Lc 10:38-42).
Hace unos años, Dios me enseñó que a pesar de lo bien que pueda hacer las cosas, por más ordenada y perfecta que pueda tener mi agenda, y a pesar de «las mejores intenciones» que pueda haber detrás de cualquier propósito, las cosas no siempre van a resultar como yo espero.
Rompiendo mis planes, poco tiempo después de terminar la universidad, el Señor confrontó mi corazón al hacerme ver que no solo yo trabajaba duro para hacer las cosas bien y «glorificar Su nombre» sino que mi corazón había creído muchas mentiras que podían convertir algo tan bueno como la excelencia, el esfuerzo y la valentía, en un pecado de autosuficiencia y envanecimiento.
¿Y sabes qué, hermana? Esto no solo pasa en las actividades «seculares» como el trabajo, las relaciones o la escuela. Esto también pasa en la vida cristiana, ya que, como seres pecadores, corremos el peligro de hacer que cosas buenas como leer la Biblia, orar e ir a la iglesia, se vean manchadas por la condición caída de nuestros corazones.
A veces aprendemos a vivir como cristianos, sabemos hablar como uno, actuar piadosamente, aún conocemos la Palabra y hacemos oraciones que parecen sinceras, mientras nuestros corazones están lejos de esa realidad. Nuestra vida cristiana se convierte en una lista de tareas que cumplir y perdemos el enfoque: Deleitarnos en el gran Dios que nos ha salvado y continúa obrando en nosotras día tras día.
Si te ha pasado como a mí, te digo que es una lucha constante, como hace poco escuché a alguien decir: «no tenemos vacaciones en la vida cristiana». No hay 14 días en el año en los que no seremos tentadas o no necesitemos alimentarnos con la Palabra del Señor.
Mantenernos firmes en nuestras propias fuerzas es imposible, pero ¡No tenemos que hacerlo solas! Jesús fue tentado en todo y no pecó, y, a través de Él, podemos alcanzar misericordia y gracia justo en el momento que más la necesitemos (He 4:15-16).
Cuando estés preocupada porque «la vida está cada día más difícil», cuando te sientas ahogada y turbada con muchas tareas y tratando de obtener un «óptimo rendimiento» o cuando sientas que tu vida cristiana se ha convertido en rutina, te invito y me invito a que demos un paso atrás y pidamos a Dios que tenga misericordia de nosotros y fije nuestros ojos en Cristo y los abra a la luz de Su verdad. Él lo hará y podremos orar como David en el salmo 63:7-8: «Porque Tú has sido mi ayuda, y a la sombra de Tus alas canto gozoso. A Ti se aferra mi alma; Tu diestra me sostiene».
¡Dios te bendiga!
Diseños: Joselyn Amador
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