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Foto del escritorMelisa Gallegos

Abrazando el diseño de Dios por medio de la unión con Cristo


Cuando Cristo salió a mi encuentro para darme salvación, yo era una joven de 25 años que había estado durante toda su vida, lejos y separada de Dios. En ese momento, yo era madre soltera y mi hijo tenía tan sólo 2 años. Mi familia no era cristiana, por lo que había crecido rodeada de incredulidad y rebeldía para con Dios que traía por naturaleza, y también la del entorno que me rodeaba. De hecho, yo era enemiga ferviente de Jesús y una fiel defensora de lo que hoy conocemos como «feminismo». 


Interiormente, soñaba con formar una familia y llegar a ser una buena esposa, pero, por otro lado, el pecado había corrompido tanto mi ser que aborrecía el sólo hecho de pensar que debía someterme y honrar a un hombre. Gracias a la misericordia de Dios, mi historia y la de mi hijo no terminó sumida en el pecado. Jesús, por medio de Su sangre derramada en la Cruz del calvario, rescató mi alma, me llevó de densas y oscuras tinieblas a Su luz admirable (1 Pe 2:9), y todo fue por Su sola gracia. A partir de allí, nada fue igual. Comenzó el viaje de seguir Sus pisadas al punto tal de que, hace cinco años, me entregó eso que, en el fondo de mi alma, tanto anhelaba: una familia, y con ello, un esposo. Ahora, las preguntas que comenzaron a salir de mi mente fueron: «¿Cómo voy a ser la esposa que Dios quiere que sea?; ¿cómo haré para tener un espíritu tierno y sereno?». 


Cada día que me sentaba a leer mi Biblia era confrontada con el diseño de Dios para nosotras como mujeres: 


  • «Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1:27).

  • «Asimismo, las ancianas deben ser reverentes en su conducta, no calumniadoras ni esclavas de mucho vino. Que enseñen lo bueno, para que puedan instruir a las jóvenes a que amen a sus maridos, a que amen a sus hijos, a que sean prudentes, puras, hacendosas en el hogar, amables, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada» (Tit 2:3-5).

  • «La mujer virtuosa es corona de su marido, pero la que lo avergüenza es como podredumbre en sus huesos» (Pr 12:4). 


Podría continuar presentándote versículos en la Palabra de Dios que nos indican fielmente cómo es que Cristo quiere que seamos como esposas y mujeres, pero quisiera que sepas con anticipación cuán difícil me resultaba imaginarme en ese rol. Quizás tú puedas identificarte con esto. 


Como dije anteriormente, había sido educada en lugares propios de nuestra América Latina, que nos dicen que las mujeres debemos aplastar al hombre y su liderazgo, una mentira que sólo acarreó dolor y consecuencias devastadoras a mi vida. A pesar de eso, pude ver, gracias a Dios, que las respuestas a mis preguntas estaban en un sólo lugar: en Cristo. 


Permaneciendo en Cristo


La Palabra de Dios dice en Juan 15:5: «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de Mí nada pueden hacer». Solamente existía una persona a la cual podía correr en busca de transformación y ese era Jesús, nuestro Salvador. 


Según Jonh McArthur: «La palabra “permaneced”, básicamente quiere decir “quedarse”. Cada cristiano está inseparablemente enlazado a Cristo en todas las áreas de su vida. Nosotros dependemos de Él por la gracia y el poder para obedecer» (Gracia a vosotros, preguntas y respuestas de la Biblia). Es  imposible lograr, por nuestras propias fuerzas, ser o hacer cualquier cosa. Necesitamos depender de Dios primero. Ya sea para poder amar a nuestros esposos, honrarlos, animarlos, o hasta disentir con ellos; todo debe provenir de un corazón que se encuentra unido al de Cristo. Llegar a ser la esposa que Dios diseñó en Su Palabra, será el resultado de vivir sujeta a Cristo, bajo Su autoridad, reconociendo Su Supremacía sobre todas las cosas, incluyendo mi matrimonio.


La imagen de la vid y los pámpanos nos recuerda que no tenemos vida por medio de nosotras mismas sino que la recibimos de aquel que es la Vida, lo único que permite que demos fruto en abundancia. Por otro lado, ahora que sabemos que no nos pertenecemos a nosotras mismas, sino al Señor, debemos tener presente lo que dice Juan 12:24, en consonancia con lo anterior: «En verdad les digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto». 


Crucificadas con Cristo


Aún en los días difíciles, cuando miro al espejo y mi carne grita la mentira de que no seré capaz de hacer la voluntad de Dios, puedo descansar confiadamente en que el fruto de nuestra unión con Cristo no depende de nuestras fuerzas sino del obrar que viene por medio de Su Espíritu en nosotras, el cual será abundante para nuestra santificación y glorificará a Dios en nuestro matrimonio hasta Su regreso (1 Ts 5:23).


Yo, ¿un espíritu tierno y sereno? Sí, porque «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2:20).


Sólo viviendo vidas crucificadas (Ga 2:20) podremos ser transformadas conforme al diseño que nuestro Señor amorosamente planificó para nosotras como esposas, a fin de que Él sea glorificado.



Diseños: Gabriela Rodríguez

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